Recuperando La Aldea Perdida

  
 RECUPERANDO LA ALDEA PERDIDA










 









 










Recuperando la aldea perdida

Luis Benito García Álvarez



1.La parroquia como unidad de ordenamiento comunitario.

Durante la Edad Media el crecimiento poblacional se irá constando en el campo y las aldeas, y será este el momento en el que se vaya culminando la formación de la red parroquial asturiana; hecho claramente reflejado en la edificación de templos capaces de acoger a estas comunidades durante siglos. A este crecimiento de la natalidad debió contribuir sustancialmente la mejora de la dieta en esta coyuntura favorable de los siglos XI al XIII. En esta última centuria, ciertamente, se conforma lo esencial de la red de ciudades y villas que articularía la región.
En esta tesitura la Iglesia no tardaría en convertirse en un referente territorial dadas las cruciales funciones que desempeñaba como centro parroquial, que era el espacio de sociabilidad para la comunidad, al desarrollarse en ella buena parte de sus ritos sociales, la resolución de actos públicos, siendo obviamente lugar para el culto y, como no podía ser de otro modo, el núcleo de recaudación de tributos o de la administración de justicia y de representación de las jerarquías sociales. El alejamiento progresivo del poder real, además, permitirá un notable desarrollo de la sociedad local, jugando la Iglesia un destacado papel en la extensión de los modelos feudales.
Será en el transcurso de la Baja Edad Media, con todo, cuando terminen por configurarse bastantes elementos del paisaje tradicional asturiano que llegó hasta bien entrada la pasada centuria. Sería entonces, en efecto, cuando cuajaría un poblamiento disperso de caserías, aldeas y parroquias, terminando de perfilarse con nitidez el modelo parroquial en el que, alrededor de una iglesia, se agrupaban varias aldeas. No sería casual, pues, que en las nuevas villas la plaza se ubicase en las inmediaciones del templo parroquial y que la asamblea vecinal, institución básica de gobierno y reunida en concejo abierto con funciones de validación de actos jurídicos, de establecimiento de normas generales, de elección y renovación de cargos, de aforamiento de vecinos, o de tomar acuerdos de interés local. De este órgano fundamental de gobierno, del que formaban parte por igual hidalgos, propietarios y foreros, bien de todos los vecinos (concejo abierto), o bien limitados a los más representativos (hombres buenos), reunidos a pregón, a toque de campana o bocina, generalmente en el atrio o plaza de la iglesia parroquial.
A raíz de las ventas de jurisdicciones en las postrimerías del siglo XVI, en fin, el mapa concejil asturiano aparece prácticamente consolidado. Las nuevas pueblas iban dotando de vida a los nuevos concejos y los nuevos núcleos tratarían de proyectar un ordenamiento central vinculante sin llegar a desaparecer de todos modos los antiguos derechos parroquiales y de aldea. De cualquier modo, como se ha indicado, en Asturias, al igual que en Galicia, numerosas aldeas y parroquias mantuvieron importantes derechos consuetudinarios, aunque no lograsen formar concejo. Los ingresos por arriendo de las tabernas no contaban entre los asignados al concejo (aunque esta circunstancia variará con el tiempo), pues los establecimientos pertenecían a las comunidades parroquiales, destinándose, en la mayoría de los casos, el producto del arriendo al pago de la cuota fiscal correspondiente a la parroquia o a financiar establecimientos públicos.
En la comunidad tradicional asturiana, pues, la familia —la unidad social más básica con su red de normas y valores—, el parentesco y la vecindad son los núcleos primordiales de configuración comunitarios, siendo la aldea y la parroquia, de este modo, los contextos verdaderamente vertebradores de los diferentes grupos. La estratificación social comunitaria que resulta de todo ello se articula concediendo un papel preponderante a razones de género y edad y, en menor medida, al estado civil, la profesión o el simple estatus social.
En el marco de la sociedad tradicional, el agricultor asturiano solía reunirse los domingos a la salida de misa para tratar de asuntos que afectaban a sus intereses, como la regulación de los pastos, de los sembrados, la organización de sextaferias y todo aquello que afectaba a la vida campesina. En 1781 la Junta General del Principado creaba las Juntillas Parroquiales de Agricultura, que algunos autores consideran como las primeras instituciones laicas de participación de los campesinos para la defensa de sus intereses. Éstas juntas gozaban de facultades para organizar la labranza, dar orientaciones para la cría del ganado, gestionar la plantación y tala de árboles, disponer el arreglo de los caminos, montar las paradas de sementales, el marcaje de reses, o los corrales colectivos, etc. En fechas posteriores, este asociacionismo irá en progresivo aumento, dando incluso indicios de saturación, concentrándose por lo general las asociaciones laicas en las villas (con delegaciones parroquiales cuando eran entidades de cierta potencia) y las católicas en la parroquias.
Durante mucho tiempo la parroquia constituyó la unidad básica de funcionamiento de la comunidad campesina; especialmente en aquellas comunidades en las que la ganadería consistía el principal modo de vida, ya que este ramo no puede funcionar sin un ordenamiento eficaz del aprovechamiento del territorio comunal, y también por necesitar de la organización del trabajo colectivo (andechas). La parroquia constituía, de este modo, el marco esencial en el que se desenvolvía la vida del agro regional.
Dentro de esta regulación, las ordenanzas o escrituras de buen gobierno reflejaban por escrito los usos y costumbres comunitarias, éstas se fijaban en las asambleas parroquiales o de los pueblos y eran redactadas ante un escribano y aprobadas ante un juez del concejo y unos cuantos testigos de otras parroquias, estableciéndose en ellas la forma de aprovechamiento de los bienes comunales. También se elaboraban con el fin de evitar los problemas de lindes en el usufructo de los recursos, aunque no fuese infrecuente que se diese una explotación mancomunada.
La parroquia actuaba como unidad fiscal, como unidad de encuadramiento militar, tanto en el plano del reclutamiento de los soldados (el cupo se repartía entre las distintas parroquias del concejo), como en el plano operativo, ya que se utilizaba la demarcación parroquial para organizar las milicias por “Alarmas”. Durante mucho tiempo se hizo cargo del mantenimiento de la escuela (el maestro era el único vecino exento de pago para adquirir tal condición), era dueña de la taberna como se ha indicado (que solía ser arrendada al mejor postor para hacer frente a los gastos) y prestaba funciones asistenciales.
No se debe olvidar, en ningún caso, que la parroquia era una unidad religiosa, y el los templos tenían lugar algunos de los ritos de paso más trascendentes de la vida de los vecinos, actos que solían ser sancionados por la comunidad en bodas, bautizos o entierros. Las funciones de los curas, en cualquier caso, trascendían holgadamente las propias de su ministerio, y presentaban una amplia gama de contenidos entre los que las estrategias de control social revestían no poca importancia.
La parroquia se hallaba representada por unos fieles regidores, procuradores o celadores cuyo número no excedía de tres (cargo obligatorio, honorífico y no remunerado) y que eran elegidos por un año en asamblea —pasando luego a ser los alcaldes pedáneos—, soliendo ser personas de peso en el pueblo, que en muchas ordenanzas se establecía para el primer día del año. Su función principal era velar por el correcto cumplimiento de las ordenanzas, aunque sus atribuciones eran variadas y para llevarlas a cabo solían contar con la ayuda de otros vecinos. Las asambleas ordinarias se celebraban los domingos a la salida de misa y eran privativas de los vecinos, que estaban a obligados a asistir, pudiendo incluso ser multados en caso de no acudir.
San Juan de Entralgo es una pequeña parroquia de 5,85 Km cuadrados formada por los núcleos poblacionales de Canzana, Mardana y Entralgo/Entrialgo y otros menores como La Curuxera, El Meruxalín, La Peruyal o Los Cuarteles. Su población se situó tradicionalmente en torno a los 300 vecinos, llegando a 415 en la década de los treinta del pasado siglo y a 540 a principios de los setenta y estableciéndose en torno a los 150 actualmente.
 2.Los recursos del río y La Chalana como espacio de sociabilidad emblemático.
 Para las comunidades ribereñas los recursos de la pesca supusieron una fuente indispensable de calorías, especialmente en las épocas de hambrunas y de malas cosechas, en coyunturas alcistas o en periodos de despegue demográfico. La riqueza piscícola del río Nalón ha sido ampliamente documentada, desde el siglo XVI, por ejemplo, serán cada vez más frecuentes los litigios por el acceso a los recursos pesqueros fluviales, menudeando los pleitos en la Chancillería de Valladolid a propósito de la pesca de salmones en el último tramo de este cauce fluvial. En este sentido, las Ordenanza de Pesca de 1769 intentaron poner orden en el ramo, prohibiéndose de paso el uso de ciertos artefactos y venenos.
Ya entrado el pasado siglo la pesca del salmón entrará en franco retroceso, debido sin duda a abusos como el recurso al cloruro de sal o la dinamita, problemas a los que sumaría el efecto contaminante de los lavaderos de carbón y la construcción de embalses. El pez pasaría entonces de constituir un alimento popular a ser un condumio del que sólo podían disfrutar los sectores más adinerados de la sociedad. De Entralgo se reseñaba la riqueza en truchas, anguilas y salmones. Desde principios del siglo XX, se comenzará a difundir la práctica de la pesca deportiva, lo que no dejaría de conducir a la masificación de estas artes, situación que aún se vería empeorada por la falta de una reglamentación que velase por los recursos fluviales.
La Chalana, por su parte, se ha configurado como un espacio emblemático en la vida social del concejo, especialmente en su vertiente más lúdica, quedando reflejada esta realidad incluso en el campo de las representaciones. Buena muestra de ello es la canción El Chalaneru, sobradamente conocida más allá del ámbito local y que ha sido ampliamente versionada y ampliada, llegando a dotarse de connotaciones de muy variado tenor.
De este modo, se trata de un lugar donde se han desarrollado las fiestas locales desde antiguo y, a consecuencia de la mejora de las comunicaciones sobre todo, acabaría por convertirse en la “playa” de la Cuenca del Nalón y en escenario de diversos actos que trascendían el ámbito comarcal —como, por ejemplo, las celebraciones que organizaban los excombatientes de la División Azul—. Ciertamente, tras la Guerra Civil la zona se convierte en un foco de atracción de primer orden, de modo especial durante el periodo estival. Ya a principios de los años cincuenta la zona se masifica en los días de calor y, por caso, la prensa solía dar noticia de cómo trenes especiales y todo tipo de vehículos eran insuficientes para posibilitar el regreso de los bañistas, teniendo que hacer la empresa de autobuses local “El Carbonero” viajes extra a Sama y La Felguera; tornándose finalmente éstos regulares y completándose con otros desde Tiraña, Villoria, Caso o Sotrondio. Se empezaba a demandar por esta época la instalación de infraestructuras tales como casetas para cambiarse, más trasportes especiales o vigilancia permanente. La mejora del entorno, sobre todo, aparecería como una petición constante en los años sucesivos, señalándose que todo ello redundaría en el mejor aprovechamiento del potencial turístico del lugar.
Por mencionar un caso destacado, en una jornada de 1963 se llegaron a cifrar en unos 15.000 los visitantes que atestaban la zona, no siendo sólo bañistas de la Cuenca del Nalón, sino que encontrándose también numerosos vecinos de Oviedo. En ese mismo año, las autoridades del régimen anunciaban la intención de acometer importantes obras en La Chalana, con intención de convertirla aún más en un destacado centro turístico. Tales actuaciones contemplaban la construcción de piscinas (una cubierta con gimnasio, aunque finalmente se decía hacer en Langreo), campos de deporte, zonas de recreo, etc. Había quien reclamaba, en este sentido, que se acometiesen también obras de recuperación en la casa natal de Palacio Valdés, aludiendo a un estudio que estaba realizando la Diputación Provincial. En cualquier caso, a la altura de 1965 se declaraba que las obras del Parque Sindical de La Chalana no tardarían en comenzar. Al parecer, se proyectaba la creación de una ciudad deportiva que se componía de un conjunto mayor y dos menores. El primero formado por club, centro de relación y residencia para 400 plazas; cafetería, bar y restaurante; vestuarios múltiples; dirección, servicios generales y administración; jardinería, plantaciones y urbanización en general. Sus instalaciones deportivas se concretarían en una piscina olímpica, otra infantil, dos pistas polideportivas, un campo de fútbol con pistas de atletismo, un frontón doble, tres boleras (una cubierta) y un camping, amén del acondicionamiento del río. Los conjuntos menores estarían formados por dos pistas polideportivas con vestuarios, bar y servicios sanitarios; dos boleras en cada conjunto; una campa grande de hierba para juegos regionales; un campo de hockey, tiro al arco, baloncesto y voleibol; en uno de ellos tiro al plato y pabellón para cazadores. Un complejo de similares características se había proyectado para el pueblo de Collanzo en el vecino municipio de Aller, inspirándose en la Ciudad Residencial de Perlora. Finalmente se quedó en parque infantil y unas sumarias instalaciones deportivas, manteniéndose en todo caso como referente lúdico y festivo de la comarca y escenario de buena parte de las actividades estivales de la Pola.

 3.La actividad agraria tradicional.
 Con anterioridad a su inserción en la economía de mercado y su consecuente especialización, la quintana o casería —esto es, el conjunto de fincas, instalaciones y derechos de uso que configuraban la unidad básica de explotación de la tierra en Asturias— era la institución productiva y de poblamiento esencial del mundo rural asturiano, y el medio primordial mediante el que el sistema social realizaba el aprovechamiento agrario del suelo para mantener tanto a los que poseían la tierra como a los que la trabajaban. Para la familia campesina no propietaria la casería constituía la unidad de explotación y consumo, mientras que para el poseedor efectivo de las tierras suponía una segura fuente de ingresos.
La producción agraria familiar se destinaba básicamente al autoconsumo, y solía ser muy diversificada en la etapa previa a la irrupción plena de la economía de mercado en el campo. Debido a ello, se generaban pocos excedentes, siendo éstos por lo general el ganado, la leche y sus derivados, o la manzana y la sidra; los ingresos en dinero eran, pues, sumamente escasos. Todas estas circunstancias marcaban culturalmente de forma muy significativa a los miembros de la familia campesina.
La economía rural solía ser mixta (agrícola y ganadera), aunque más que de explotación ganadera se podía hablar de sistema pastoril para referirse a algunas zonas, especialmente las montañosas. La mayor parte de la tierra se destinaba al cultivo de cereales, que constituían la parte principal de la dieta anual de la familia y que permitían, en su caso, pagar las rentas. Se cultivaban, además, legumbres, hortalizas y frutales; sobre todo manzanos.
En lo que respecta a la modernización del campo asturiano, si en buena parte de España fue facilitada por los cambios en el sistema de propiedad, en Asturias no ocurrió de este modo; por el contrario, su estructura constituyó un claro impedimento para ello. El paso a una especialización agrícola se produjo tras el gradual abandono del cultivo cerealístico —o su transformación hacia la producción de forrajeras—, que solamente rentaba a nivel de subsistencia, y una introducción en el mercado agrario a través de la explotación ganadera; lo que se acelerará a principios del pasado siglo con la adopción de medidas como la importación de razas más productivas. De este modo, se fueron abandonando paulatinamente los cultivos tradicionales y se crearon industrias dedicadas a la exportación de leche y a la posterior producción de derivados lácteos.
Hay que tener en cuenta que durante mucho tiempo las necesidades en materia de manufacturas fueron cubiertas dentro de la unidad familiar, o recurriendo a otros miembros de la comunidad que cumplían estas funciones a cambio de un salario y comida, cuando no se hacía por andecha. Se desarrollaba, pues, una pluriactividad en la que las labores complementarias solían llevarse a cabo estacionalmente en aquellas épocas en las que las faenas del campo eran menos fatigosas, es decir, en el invierno.
En cualquier caso, todos los pueblos contaban con artesanos que desempeñaban los oficios básicos necesarios para el desenvolvimiento de la vida cotidiana. Así pues, siempre se encontraban molinos harineros, batanes, rabiles, fraguas, tejeras, arrieros, madreñeros, carpinteros o herreros. En las villas también se encontraban los médicos y los escribanos. Muchos de estos oficios podían ser desempeñados a tiempo parcial, incluso los de cirujano y escribano, y era frecuente el que se trabajase a jornal, aunque otros producían directamente para el mercado. Los cirujanos eran contratados por el ayuntamiento que les pagaba un salario anual, aparte de dejarles “las manos libres·” para que atendieran “visitas y sangrías”.
Los huertos revestían una significada importancia, se solían ubicar anexos a las casas en las quintanas, o bien en las proximidades del pueblo. Se cultivaban en ellos hortalizas y se plantaban frutales. Pese a sus modestas dimensiones, gracias al riego y al abonado, era común que presentasen un rendimiento de notable consideración y proporcionaban a la familia campesina una nada desdeñable variedad de condumios, berzas, ajos y cebollas fundamentalmente.
Las tierras labrantías tenían también una gran importancia. Las erías eran fundamentalmente cerealísticas, y secundariamente producían leguminosas como las habas blancas, las alubias, tubérculos como los nabos y cucurbitáceas como las calabazas. En las morteras, tierras de menor calidad, sería donde comenzaría a implantarse la patata desde finales del siglo XVIII. La ería tenía el carácter de terrazgo selectivo, aunque cada vecino disponía de varias parcelas señaladas por mojones, explotadas ya desde esta época de modo intensivo y quedando conformado así el Sistema Agrario Tradicional, siendo la patata, la escanda y el maíz la tipología básica del policultivo asturiano. Las morteras, a su vez, eran tierras de cultivo colectivo de orientación forrajera y labrantía situadas más altas que las erías y, por ello, como se ha indicado, de menos rendimiento. En todo caso, se orientarían cada vez más a la producción de forraje a la vista del crecimiento de la cabaña ganadera.
Mediado el Siglo de las Luces, así pues, ya se había consolidado una economía agrícola y ganadera con un sistema de cultivos plenamente intensivo que, gracias al constante abonado y a los cada vez mayores cuidados que se le prodigaban a la tierra, permitía un modo de subsistencia de mayor estabilidad que los precedentes. Las tierras pasaron a rendir varias cosechas anuales, y durante el primer tercio del siglo XIX aún ser vería más incrementada la productividad cuando se produjese el asentamiento definitivo de la patata. 
En cuanto al ciclo de las cosechas se puede resumir señalando que en agosto se recogía la escanda y se sembraban las tierras con nabos, cebada o de nuevo con pan. Los nabos cumplían un papel sin duda destacable, pues sus hojas verdes eran de suma utilidad en la alimentación del ganado cuando en primavera el heno comenzaba a escasear. Era en esta estación cuando se araba profundo y se abonaba, sembrándose en mayo el maíz junto con habas, echándose también entre las plantas grana de nabos y pepitas de calabaza. En agosto se comenzaban a recoger también las habas, y en octubre se segaba el maíz. La patata, a partir de la década de 1830 sobre todo, supuso el máximo aprovechamiento del terreno. Al asentarse este nuevo cultivo, se vieron mermadas el resto de las producciones, lo que provocó el malestar de los preceptores de diezmos de frutos. Además, los campesinos aprovechaban la novedad para intentar no tributar por él. Tal circunstancia variaría, en cualquier caso, desapareciendo los problemas de este tipo cuando poco después se consolidaba el pago de las rentas en metálico, con lo que el tipo de cultivo no afectaba para nada a las cuantías estipuladas por los propietarios de la tierra.
En conclusión se puede decir que la familia se veía obligada a trabajar duramente todo el año para subsistir y hacer frente a las cargas impuestas, para ello se beneficiaba de toda una red de prácticas solidarias comunales fuertemente arraigadas que permitían hacer más o menos frente a las hostilidades cotidianas.
Todo este perfeccionamiento de los modos de producción, de todas formas, no hacía ni mucho menos que este territorio pudiese superar la dependencia exterior de cereales y la ajustada relación entre población y recursos. Ello queda puesto de manifiesto en la incidencia de las crisis de subsistencia del siglo XIX a causa de la subida del precio de los cereales, que alcanzaron una especial virulencia en 1837, 1842, 1845, 1847, 1854, 1857 y 1867. Con todo, la mejora de los transportes permitiría el mejor acceso a las harinas castellanas y con ello paliar en buena medida la precariedad a la que en otras ocasiones similares se habían visto abocados.
En el tránsito al siglo XX se puede reseñar el hecho de que no se producirían cambios significativos en lo que a las producciones concejiles se refiere. Si nos atenemos a las informaciones ofrecidas en los trabajos de González Aguirre y de Bellmunt y Canella, podemos constatar que durante el primer tercio del siglo XX la patata constituía ya el cultivo de mayor extensión en el municipio, ocupando la mayor parte de las tierras de labrantío, ya que el campesino se había cerciorado de que el tubérculo era más productivo que el maíz, el trigo y la escanda que antes primaban. De este modo, junto a la leche, el producto venido de América suponía el principal sustento cotidiano, lo que era fácilmente explicable dada su abundante reproducción y su fácil desarrollo. De todas formas se producía únicamente para el autoconsumo, destinándose los ejemplares de mejor calidad al sustento familiar y el resto al del ganado.
El maíz también continuaba siendo objeto de regular cultivo, aunque la porción de tierras dedicadas a su producción había menguado significativamente en relación a épocas anteriores, cuando el único pan al que se tenía acceso era la boroña. En este momento, en efecto, ya se había sustituido aquel rústico condumio por el más apetecible pan de trigo importado, por lo que el antiguo alimento básico se había trasladado al consumo animal. A la escanda, por su parte, se le dedicaba una mínima porción de terreno. Las berzas, las judías, los guisantes, las cebollas y demás producciones hortelanas se cultivaban únicamente a fin de satisfacer la demanda familiar.
El avellano, del que también se han ya dicho unas palabras, era el frutal más abundante y productivo, hallándose corrientemente plantado en los márgenes de las fincas. La recolección del fruto tenía lugar en el mes de septiembre, vendiéndose el fruto casi en su totalidad a almacenistas de Gijón y Avilés, quienes la exportaban a Inglaterra donde su cotización alcanzaba precios elevados. Los datos de que se disponen estiman que se producían unas dos cargas por vecino (una carga equivalía a unos de 120 a 160 kilogramos) y se pagaba a unas 60 pesetas cada una, el montante dinerario resultante sería una estimable cantidad de efectivo para estas economías campesinas.
Los pilares básicos de la supervivencia estuvieron durante mucho tiempo representados por los productos de la tierra y la leche y sus derivados. En el siglo XX se consumía pan de trigo, que podía llegar elaborado en los concejos vecinos o que se elaboraba, tras comprar la harina, en las casas. También de elaboración doméstica era el pan de escanda. Otro pan, que había sido el más usado desde la generalización del maíz en la región, sería la boroña, aunque al igual que el de escanda fue cayendo en desuso; la elaboración de fariñes con esta harina, de todos modos, siguió siendo frecuente hasta bien entrada la pasada centuria, siendo acompañadas frecuentemente de manteca (sobre todo en verano cuando se estaba en las majadas) o leche, siendo frecuente que se consumiesen en el desayuno. Siguiendo en importancia se consumían patatas, judías, fréjoles, guisantes, berza, lechuga y cebolla, entre las producciones locales, y arroz y garbanzos entre las foráneas. Se consumía también mucha fruta, en especial castañas, que también se empleaba en la manutención del ganado, avellanas, cerezas, higos, nueces, manzanas, peras y ciruelas. El potaje más común estaba formado por algún tipo de haba, guisantes y castañas. Todo esto hasta que culminó la lenta difusión de la patata, de la que se pensaba que era origen de la sarna, comida de puercos y, por ser un condumio que se originaba bajo tierra, motivo de vergüenza; su falta de fiscalización hacía que hubiese quien se empañara en difundir tales despropósitos.
Entre los alimentos de origen animal, predominaban la leche y sus derivados, sobre todo manteca que se consumía en grandes cantidades. En el de carne predominaba el cerdo, que se criaba en todos los hogares, desecándose al humo y salándose una buena parte de él que se transformaba en embutido, las familias con una economía más desahogada podían sacrificar también un novillo. Seguía en importancia el consumo de ternera, oveja y cabra, condumios a los que se acudía más intensamente en los últimos meses del año, cuando se agotaba la matanza.
La matanza solía tener lugar a fines de noviembre o principios de diciembre. Durante esos días, aquellas partes del cerdo que no eran susceptibles de ser conservadas, como los menudos (hígado, riñones, etc.), los restos del embutido y algún trozo más contribuían a que se registrasen grandes farturas de picadillo, sopa de hígado, etc. Se acostumbraba, además, a ofrecer una prueba a los amigos y vecinos más cercanos, lo que no permitía únicamente el consumo de carne fresca durante más tiempo y reforzar las solidaridades comunales, sino también la demostración de la potencia y calidad de la casería.
Las aves de corral se consideraban carnes de lujo y se destinaban a ocasiones festivas o como alimento de los enfermos y para las mujeres recién paridas, a las que se solía atiborrar con caldo de gallina. La producción de huevos era abundante y éstos entraban en buen número en la alimentación ordinaria, aunque rápidamente serían un codiciado objeto de comercio. Lo mismo ocurría con la miel, que se producía en cantidad bastante apreciable, aunque ésta se vería mermada de forma acusada a lo largo del siglo XX. Para las comunidades ribereñas los recursos de la pesca supusieron, como ya se señaló, una fuente indispensable de calorías
3.1.El hórreo y la panera.
 El hórreo constituye un elemento indispensable de la casería asturiana y representa el ejemplo más elaborado de la arquitectura tradicional regional. Su fin esencial radicaba en el almacenamiento y curación de los frutos de la cosecha y la matanza, así como poder servir de estancia auxiliar de la propia vivienda; de hecho, no serían pocas las ocasiones en las que se le pudiese considerar como un espacio más de la casa, aunque su polifuncionalidad, de todos modos, trascienda con mucho el uso meramente doméstico. En efecto, este equipamiento solía ser destinado también a guardarropa, tendedero, leñero, colmenar, palomar o vivienda. Y su parte baja —no se debe olvidar que se trata de un bien mueble y que si se encuentra ubicado en la calles de pueblo el solar pertenece al común, acostumbrando a ser la propiedad compartida—, conoció usos tales como taller de diversos oficios, zona de juegos, “salón” de baile, lugar de reunión formal (conceyu abiertu) o informal, de trabajos de invierno asociados a manifestaciones lúdicas e incluso escuela. De ordinario, en este solhorru se guardaba el carro, los arados y otros aperos, se ponían corripas y se desarrollaba la matanza.
Arquitectónicamente el hórreo es una construcción de planta cuadrada organizada en torno a cuatro vigas ensambladas (trabes) que se sostiene sobre cuatro pilares de piedra o madera (los pegoyos que frecuentemente funcionarán como tablón de anuncios), que se apoyan sobre basamentos pétreos (pilpayos) y se coronan con piedras cuadradas (pegolleras o muelas) y cuyo objeto radica en impedir el acceso de roedores y otras alimañas a la par que facilita la ventilación y evita humedades. Toda su estructura se manufactura en madera, de castaño o de roble, cubriéndose a cuatro aguas generalmente con teja árabe —aunque se contemplan variedades locales—. A la edificación se accede por medio de una rústica escalera de piedra (subidera) que no llega a alcanzar el cuerpo del equipamiento por razones igualmente defensivas, quedando, pues, un espacio vacío hasta la tabla horizontal de entrada (tenobia). La estancia no se suele compartimentar y no es infrecuente que aparezcan decorados.
La panera, por su parte, se introduce en Asturias a partir del siglo XVII tras generalizarse el cultivo de maíz y requerirse una construcción auxiliar de mayor enjundia a fin de secar una mayor cantidad de grano. Su planta es rectangular y se apoya sobre seis pilares (en ocasiones aparecen ejemplares de 8 pegoyos). Al margen de la planimetría, se diferencia también en la cubierta que, al presentar unas mayores dimensiones, se organiza en torno a una viga longitudinal denominada cumbral. Otro de sus elementos característicos es el corredor perimetral, lo que ratifica su conexión con el cultivo y curación del maíz.
Palacio Valdés da cuenta en sus obras de ambiente asturiano de la importancia y multifuncionalidad de este elemento básico del agro regional, reseñando de forma magistral algunos de sus diversos usos como taller de madreñeros, vivienda, lugar de reunión o espacio lúdico donde celebrar un baile; y así lo pone de manifiesto en obras como La aldea perdida La novela de un novelista. A lo largo de la geografía lavianesa se encuentran destacados ejemplares de este tipo de equipamientos, conformando un interesantísimo conjunto etnográfico.

 4.Las industrias tradicionales.
  4.1.Los molinos hidráulicos.
 De entre todas las industrias rurales, se puede aseverar que la de mayor enjundia la representaban los molinos hidráulicos. La costosa instalación de estos equipamientos hace que aparezcan asociados a los sectores hegemónicos de la sociedad, soliendo cobrar la nobleza y la Iglesia por el producto de los molinos, alcanzado el gravamen en ocasiones cantidades bastante elevadas.
Pese a suponer ya durante la Edad Media la industria rural de mayor entidad, será con el auge del cultivo de maíz a partir del siglo XVII cuando vayan siendo reemplazados los primitivos molinos de rabilar de tracción humana.
En cualquier caso, los molinos suponían un elemento indispensable en las comunidades campesinas, dada la necesidad de transformar el grano en harina. Por ellos pasaban las cosechas de aquellos labradores que no disponían de tal ingenio, quedándose el dueño del establecimiento con una parte del producto molturado. Generalmente constituía un negocio que estaba en manos de los estratos superiores de la sociedad. En cuanto a la propiedad, éstos podían ser de maquila, si pertenecían a un único propietario que cobraba —generalmente en especie— por su servicios; o de vecera, si era de propiedad comunal y en el que los vecinos molían su grano por turno. Los artefactos no solían ubicarse en la población (por lo que frecuentemente han aparecido asociados a secretos encuentros amatorios), sino que se solían encontrar en las afueras aprovechando los cauces fluviales desde los que se derivaba un canal que conducía el agua que hacía girar la muela. El ingenio, salvo las muelas de piedra, estaba fabricado en su práctica totalidad en madera. En lo referente a su tipología se podían distinguir los de rueda motriz horizontal —molinos de rodezno— y los de rueda vertical —las aceñas—, siendo los primeros los más frecuentes en Asturias.
En el Catastro de Ensenada se registra la existencia de cinco molinos en la parroquia de Entralgo, si bien uno de ellos (que aparece asignado a la familia Álvarez Cillerielo, lo que lleva a suponer que se trate de los Cerelluelo) se cita como arruinado. Del resto, cabe destacar que uno de ellos pertenecía a u presbítero, parece ser que perteneciente a la familia Solís con solar en esta población; y otro a los León, que era el de mayor producción y que presentaba dos muelas.
Esta industria rural, según los datos contenidos en el Diccionario de Madoz, se hallaba representada en el concejo de Laviana por 53 molinos harineros (de los que 49 se encontraban en funcionamiento). El número de instalaciones de la parroquia de Entralgo seguía entonces manteniéndose en cuatro molinos
Aún bien entrado el siglo XX, pese a la extensión de las panaderías industriales, se construía un molino en las inmediaciones de la Chalana y que actualmente funciona como Aula Didáctica.
4.2.El lagar.
 De entre los productos vegetales, el tradicional manzano y la remolacha azucarera —introducida a finales del siglo XIX— serían desde bien temprano objeto de tratamiento industrial. La manzana, además de como alimento, era destinada desde antiguo a la elaboración de sidra para el consumo familiar, siendo la presencia de lagares domésticos especialmente significativa en los concejos manzaneros. Obviamente, no todas las casas tenían lagar; por lo general sólo aquellas con un cierto nivel de desahogo económico. En todo caso, los vecinos que no disponían de esta construcción en su casería podían mayar en la del vecino; estando el artefacto integrado en una dependencia de la casa o encajándose en un edificio exento. Con ello, el campesino se proveía de una bebida alcohólica de calidad y sin riesgo de adulteración para el consumo doméstico anual, y también podía tomar o comercializar sidra del duernu (artesa de madera) o dulce. De todos modos, parece que sólo desde mediados del siglo XIX se comenzó a acceder a la sidra de modo relativamente habitual, reservándose anteriormente para los momentos de trabajo intenso y las ocasiones festivas.
En Asturias, como consecuencia de la antigua multiplicación por semilla, existían múltiples variedades de manzana aptas para la conversión en sidra, aunque éstas se fueron reduciendo con la selección de tipos y la introducción del injerto. Por otra parte, la pomarada y la fabricación de la sidra exigían una serie de cuidados y tareas a las que están asociadas toda una serie de prácticas de cultivo, recolección y aprovechamiento como podían ser la poda, la limpieza y la sustitución de manzanos; o el pañar (recogida del fruto en el suelo), mayar (triturar la manzana para su posterior prensado), generalmente por andecha, y corchar la sidra; operaciones todas ellas de relativo cuidado y detalle como se verá más adelante.
Desde finales del siglo XIX, los campesinos destinaron buena parte de su cosecha de manzana a satisfacer el abastecimiento del cada vez mayor número de fabricantes de sidra que habían perfeccionado sus técnicas para producir a gran escala. La sidra comenzó a ser comercializada en mayor medida por la creciente demanda de los núcleos urbanos y a ser exportada a otras regiones españolas y a algunos países de América Latina. En este sentido, dada la gran sensibilidad de la bebida a los desplazamientos, hubo que buscar medidas para su conservación, utilizando para ello la gasificación, que estuvo acompañada por un nuevo proceso de etiquetado y embotellado.
La manzana era recogida en parte del árbol y en parte desde el suelo por medio de un palo que en el extremo contaba con tres o cuatro púas curvas destinadas a aprisionar la fruta con un simple giro. La fruta se almacenaba durante algunos días antes de ser pisada, proceso que podía ser obviado a pesar de ser recomendable. Generalmente se pañaba en familia, con vecinos y amigos en andecha si el volumen de la cosecha era de cierta consideración. La labor se realizaba por regla general en turnos de mañana y tarde y, en ocasiones —como sucedía a últimos de diciembre y principios de enero—, en jornada de noche, coincidiendo con el final de la pisada  Dentro de la división sexual que se observaba en las faenas de la recogida, eran los hombres quienes transportaban a la espalda sacos y paxos (cestos) a los carros y se formaba una pila en espera de la mayada. Los frutos de la primera pañada que se recogían del suelo recibían el nombre de manzanas del sapu, al estar verdes o con daño, y producían habitualmente una sidra de mala calidad y con mal gusto. Los grandes cosecheros solían contratar gente a jornal para llevar a cabo esta tarea en sus pomaradas, soliendo pagárseles por kilogramo recogido. Igual operación se realizaba a la hora de mayar, poseyendo cada mayador su propio mazo acorde con su peso y estatura. Periódicamente, con intervalos de 15 a 20 días aproximadamente, se efectuaban distintas pañadas hasta que en la última se meneaban y vareaban los árboles para recoger los últimos frutos. Sobre la recogida y
La mayada, que por regla general tenía lugar durante la tarde, suponía un duro trabajo que requería la concurrencia de mozos fuertes. Acostumbraba a entrar la labor en los circuitos de solidaridad vecinal, organizándose parejas de cuatro, ocho o diez mayadores. Las mujeres y los niños cumplían la misión de llenar con manzanas los cestos, cuidando de apartar las podridas o picadas. Había que poner cuidado también en no machacar demasiado la fruta. Durante su desarrollo era frecuente que aflorasen las canciones y que la jornada culminase con una merienda. El acto de mayar (machacar la manzana con mazos de madera en una masera para extraer mejor su jugo en el lagar), ha tenido, por su parte, reflejo en el mundo de las representaciones. Los documentos nos informan de las pautas culturales que llevaba asociada esta labor comunitaria, así como de la ya mencionada división sexual del trabajo.
Después de efectuar un intenso mayado en las noches de otoño, la manzana triturada se pasaba al lagar (artilugio). Éste se encontraba, en la mayor parte de los casos, fabricado íntegramente en madera (principalmente de castaño o de roble) y constaba de una caja rectangular o cuadrada —la masera— un poco elevada del piso, y a la que adosaba un cajón llamado el duernu. La masera se hallaba inserta en unas estructuras compuestas por dos postes verticales —las verinas— que en su parte superior se conectaban a una viga horizontal móvil que subía o bajaba mediante la acción de una o dos piezas roscadas de madera o hierro llamadas fusos. Antes de ser utilizado el lagar, y después de ser cuidadosamente limpiado, eran empapados con agua la masera y el duernu, a fin de colmar la absorción de la madera.
Dadas estas condiciones, la manzana triturada era depositada con palas en la masera donde la pulpa se iba distribuyendo y pisando para que llevase la mayor cantidad posible, lo que se hacía normalmente con unas madreñas que sólo se destinaban a este uso, y cubierta con tablones, sobre los cuales actuaba —indirectamente puesto que en medio han de colocarse unos tacos llamados burros— la presión de la viga horizontal al ser trasladada por los usos. Bajo esa presión, la manzana permanecía tres o cuatro días hasta que el zumo pasaba de la masera al duernu, obteniéndose un mosto de coloración intensa. Éste líquido se pasaba entonces a las pipas y toneles sirviéndose para llevar a cabo tal operación de una jarra y un embudo de madera. El caldo permanecía en las barrica un mínimo de tres meses —según el tipo de sidra que se quisiese obtener—, a fin de lograr una perfecta fermentación. Posteriormente se embotellaba, conservándose en este estado no más de tres años. La magaya o bagazo sobrante a lo largo del proceso se utilizaba para abonar la tierra o alimentar el ganado. Aunque las buenas caserías disponían de lagar, el resto de los vecinos recurrían a los ajenos pagando habitualmente el alquiler en sidra. Tres eran los principales tipos de lagar según establecía el agrónomo Caunedo: el de cepa, el de pesa (porque se colgaba al cabo de la viga una piedra pesada) y el de tijera. Caveda establecía cuatro tipos añadiendo el de prensa.
En lo que atañe a las cuencas carbonífera del Nalón, a finales del siglo XIX la manzana era una de las producciones más destacadas de Laviana, y era mucha la que se importaba para la fabricación de sidra, de la que se hacía un consumo extraordinario en el municipio. Existían en la villa cinco lagares o fábricas y varios en los pueblos, destacando la sidra de Entralgo. A la altura de 1937 existían en el concejo 29 productores de manzana y doce lagares que fabricaban 340 pipas (163.200 litros). La producción media de cada manzano se cifraba en 129 kilogramos y, habiendo 4.800 árboles, se estimaba una cosecha de 62 toneladas, siendo dos de mesa y 60 de sidra.
En todo caso, en el nuevo periodo democrático se asistiría también a renovados intentos de recargar la fiscalidad de la sidra; lo que volvía a demostrar la vigencia de viejos problemas aún sin resolver. Los fabricantes de sidra del concejo de Laviana, por ejemplo, solicitaban ya en el verano de 1931 a la Comisión de Consumos municipal, que dejase sin efecto la recaudación del segundo aforo que se había practicado en enero a las sidras fabricadas en 1930; dado que ya habían aforado la sidra en el mes de diciembre y en los anteriores, y puesto que no estaban en condiciones de elevar el precio de sus caldos. El hacho de que la proposición acabase siendo denegada mostraba con claridad hasta qué punto los viejos problemas de fondo seguían intactos, precarizando una producción siempre sostenida en un equilibrio inestable.
Parece ser que los chigres eran, también, lugar de reunión y esparcimiento de las élites locales del mundo rural, donde las manifestaciones de la sociabilidad tendían a ser más interclasistas al no existir espacios suficientes para segregar las distintas clases sociales, y al ser estos estratos mucho más menguados que en los ámbitos urbanos. Por ejemplo, el grupo de conspicuos de Pola de Laviana del que habla Palacio Valdés queda así reducido a:

“[…] el alcalde, el recaudador, el joven Antero, el farmacéutico Teruel, el médico don Nicolás, don Casiano el actuario, dos ingenieros, el químico belga y el personal administrativo de la empresa.[…]
Los conspicuos, al regresar de Villoria, se detuvieron frente a Entralgo y bajaron al lagar de don Félix, donde les tenían preparado un banquete. Se festejaba con él la feliz inauguración del ferrocarril minero. Decir que al final hubo brindis calurosos, cánticos desafinados, discursos filosóficosociales del joven Antero, y que éstos produjeron tal emoción en algunos comensales que lloraban berreando como niños, casi parece inútil. Pero no lo es añadir que en algunos el exceso de la emoción fue tan grande que, no pudiendo sobreponerse a ella, arrimaron su cabeza febril a la pared y arrojaron por la boca toda la sidra que habían bebido, mientras otros caían desplomados debajo de la mesa, para no levantarse hasta el día siguiente. No faltó tampoco quien, como el farmacéutico Teruel, permaneciese algunas horas en pie al lado del tonel, firme, inconmovible como una estatua de bronce, acercando por intervalos regulares el vaso a sus labios, mientras se dibujaba en ellos una sonrisa de lástima.”

Algunos cosecheros que poseían lagar podían vender la bebida ya elaborada a los taberneros de los núcleos urbanos, lo que suponía un aumento en el beneficio obtenido. Este era el caso, por ejemplo, del peculiar hidalgo D. César de las Matas de Arbín, personaje que Palacio Valdés describe en La aldea perdida, cuya pomarada, con ser más pequeña que la de su primo el capitán, producía el doble gracias a los cuidados que le prodigaba; vendiendo la sidra obtenida a taberneros de Laviana y Langreo. La producción de manzana y sidra, de todos modos, tanto en calidad como en cantidad, podía variar sensiblemente de una explotación a otra; como también podía suceder lo propio de un año a otro, quedando reflejado en la producción literaria el fenómeno de la vecería. Nuevamente se muestran tales circunstancias en la obra de Palacio Valdés:

“Don Félix hizo una descripción detallada del estado de su finca: algunos pomares habían cargado mucho; otros, en cambio, no tenían una sola manzana. -Algo raro estaba pasando con la sidra- terminó diciendo mientras arreglaba un pliegue del alba, que el maestro y el sacristán habían dejado mal. Antes los pomares producían un año y descansaban al otro. Ahora se contentan con dar un puñado de manzanas todos los años. [...]
Vamos, don Félix, no ofenda usted a Dios con esas quejas. Un hombre, señores (volviéndose a los circundantes), que ha recogido el año pasado treinta y siete pipas…
—¿Y eso que tiene que ver? Yo he recogido treinta y siete pipas de sidra y tengo quince días de bueyes de pomarada; y don Pedro de Marín no tiene más de nueve, y hace dos años metió en el lagar muy cerca de cincuenta pipas.[…]
Pero dígame a cómo le han pagado a usted las pipas y como se las han pagado a don Pedro”.

  Anexo I. «El Puente de La Chalana», Francisco Trinidad
 Durante siglos, la comunicación entre  ambas orillas del río Nalón a su paso por Laviana únicamente se podía establecer a través del Puente de Arco, puente de piedra medieval que resistió los embates del tiempo y de un río que corría caudaloso hasta la inauguración de los pantanos de Rioseco en el último tercio del siglo XX. Hasta la construcción del primer puente de fábrica en La Chalana, acceder a Entralgo y al valle de Villoria, suponía recorrer algo más de dos kilómetros para cruzar por el Puente de Arco, lo que llevó a los vecinos a fabricar en tal sitio puentes de madera, que solía llevarse el río en época de crecidas, y a utilizar una barca (del tipo “chalana”) para cruzar de una a otra orilla cuando el cauce del río lo permitía. La zona recibe el nombre de La Chalana por esta razón.
A comienzos del siglo XX, con la minería en expansión, comenzó a hacerse más acuciante la necesidad de un puente en esta zona, sobre todo para transportar el carbón de las minas de la zona de Villoria y Ribota. Así que en 1925 los propios vecinos, dirigidos por el maestro de obras del Ayuntamiento, comenzaron la construcción de lo que pretendían fuera un puente sólido. Sin embargo, ni su disponibilidad de tiempo para el trabajo ni sus conocimientos técnicos ni, por supuesto, su capacidad presupuestaria -a pesar de la colecta llevada a cabo entre los propios habitantes de la zona- permitían que las obras avanzaran al ritmo deseado ni que su realización se ajustara a los estándares de calidad y seguridad que una obra de este tipo requiere. Fue esta la razón que llevó al Ayuntamiento a asumir la obra, para lo cual solicitó una subvención de la Diputación y, a requerimiento de ésta, puso al frente de la obra a un arquitecto. Con este nuevo impulso el puente se terminó en el verano de 1926 y fue solemnemente inaugurado el 12 de octubre de 1926. Mientras tanto se había desarrollado una enconada polémica entre los partidarios de este puente, capitaneados por el alcalde Arturo León Zapico que tenía propiedades en la zona, y quienes pretendían reforzar el Puente de Arco, con el empresario Cándido Blanco Varela, propietario del trenillo Laviana-Rioseco que por él circulaba. Una u otra elección influía asimismo en el trazado de la carretera Laviana-Cabañaquinta.
Triunfó la primera opción, aunque la alegría de los vecinos duró poco: en el otoño de 1938 una riada acabó por dañar irremisiblemente los pilares del puente, que terminó derruido y sustituido en la década de los 50 del pasado siglo por el puente actual construido ya cumpliendo todas las necesidades técnicas.

Anexo II. «La iglesia parroquial de Entralgo». Rosa Álvarez Campal.
             La parroquia de Entralgo, junto a la vecina de Carrio, formó parte de las posesiones de don Rodrigo Álvarez de las Asturias, gran señor medieval que fue agraciado con encomiendas y  territorios de Asturias en pago a la ayuda que este linaje siempre prestó a la monarquía . Tras su muerte, consta en su testamento fechado en 1331, que sus posesiones del coto de Entralgo fueron donadas  al Convento de San Vicente de Oviedo pasando a ser desde ese año  un coto eclesiástico.
Con las desamortizaciones llevada a cabo por Felipe II, con el fin de recuperar efectivo para las arcas reales, fue comprado en 1579 por los vecinos, momento que no estuvo exento de dificultades al acudir a la subasta varios hacendados foráneos interesados en hacerse con este territorio. Ayudados por el concejo de Laviana, pudieron por fin hacerse con la puja pasando  a formar parte del  concejo realengo.
            El templo, dedicado a San Juan Bautista, consta de una sola nave y cabecera cuadrangular, está cubierto por techumbre plana y separada de la cabecera por arco de medio punto. Situado en un altozano que permite vislumbrar al pueblo de Entralgo y sus alrededores, fue  construido en época románica y  reedificado en el siglo XVIII. Desde mediados de ese siglo, se acometerán varias intervenciones artísticas que darán un nuevo aire al templo con el fin de embellecerlo y atraer fieles a sus oficios.
            En 1732 se encargará un nuevo retablo para el altar mayor que albergase las imágenes de San Juan Bautista, Santa Isabel y Santa Ana. En 1740, dada la gran devoción a  la Virgen del Carmen, es encargada una imagen para presidir el altar mayor, y a partir de 1760, se realizarán los dos retablos colaterales dedicados a la Virgen del Rosario y a San José.
            A pesar de las pequeñas dimensiones del templo, alberga  una de las cofradías más importantes de la Cuenca del Nalón: la cofradía del Carmen. Fundada en 1726 y celebrada su romería el segundo domingo de agosto, fue tal su reconocimiento, que ganó bula e indulgencia en 1788. La fama de Virgen protectora y de la importancia de esta festividad queda perfectamente reflejada de una manera realista en “La Aldea Perdida”,  obra del novelista asturiano nacido en Entralgo: don Armando Palacio Valdés.
                      
Fuentes y bibliografía.
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 —El Avance.
—El Carbayón.
—La Joven Asturias.
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—La Prensa.
—Voluntad
—La Nueva España
—Región
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